Fundación de "La Trinitaria"

El 16 de julio de 1838 convocó Duarte a sus discípulos para constituir, bajo la adveración de la Virgen del Carmen, cuya festividad se solemnizaba ese mismo día, la sociedad patriótica «La Trinitaria». El sitio escogido para la reunión fue la casa de Juan Isidro Pérez de la Paz, acaso aquel de los ocho elegidos que amó más tiernamente a Duarte, la cual se hallaba situada en la calle del Arquillo o calle de los Nichos, frente al antiguo templo de Nuestra Señora del Carmen y contigua al hospital de San Andrés.

Doña Chepita Pérez, madre de Juan Isidro, había salido de su hogar desde las primeras horas de la mañana para asistir en la iglesia vecina a las solemnidades del día. Toda la calle se encontraba desde el amanecer invadida de fieles que se dirigían al templo o charlaban en los alrededores. El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante, quien gozaba, desde que se prestó a suscribir la humillante circular del 15 de septiembre de 1833, de la confianza de los dominadores, escogió la celebración del día de Nuestra Señora del Carmen para hacer aquel año una extraordinaria demostración de la fe religiosa del pueblo dominicano. Hacía muchos años que la religión, ferozmente perseguida por el gobernador Borgellá, consciente del valor de la fe como elemento de resistencia moral en las grandes crisis de los pueblos, se hallaba amenazada de muerte como todo lo que en la antigua colonia representaba algún vestigio del alma o de la civilización española. Pero en 1838, las autoridades haitianas, ignorantes todavía de los trabajos revolucionarios de Duarte y sus discípulos, permanecieron indiferentes ante aquellas manifestaciones de fervor religioso, y aun muchos de los representantes del poder civil y militar, con Alexi Carrié a la cabeza, se asociaron entusiastamente al regocijo de la población nativa.

Duarte, que todo lo tenía previsto y que se empeñaba en rodear su obra subversiva del mayor secreto, eligió aquel día para la fundación de «La Trinitaria». Por entre los grupos de fieles, reunidos frente a la iglesia en espera de que se iniciara la procesión, fueron pasando inadvertidamente los nueve conjurados. Las mujeres, en su mayor parte pertenecientes a las clases humildes, y los numerosos hombres y niños de todos los barrios de la ciudad que iban y venían de un extremo a otro de la Plaza del Carmen, no fijaron probablemente la atención en ninguno de los patriotas que esa mañana se disponían a suscribir, a pocos pasos de allí; acaso a la misma hora en que las campanas anunciaran la salida de la imagen venerada, cuya conducción se disputaban los devotos, un pacto de honor para redimir de su esclavitud al pueblo dominicano.

Cuando todos los que habían recibido la cita de honor se hallaron presentes en la casa número 51, acomodados en las butacas de pino de aquel hogar en que todo respiraba orden y limpieza, Duarte se puso en pie para explicar a sus discípulos el motivo de la convocación y enterarlos de sus proyectos. Empezó su discurso, largamente meditado, con aquella voz suave, vibrante de emoción, que todos conocían bien por haberla oído tantas veces en el diálogo familiar o en la cátedra revolucionaria. Después de aludir a la solemnidad del día, propicio a la determinación que iban a adoptar, puesto que en ésta iría envuelto un juramento sagrado, habló de los padecimientos de la patria y de la necesidad de organizar su liberación por medio de una propaganda sigilosa pero incesante y activa. Ningún recurso debía ser omitido para lograr esos fines. Si el buen éxito de la empresa exigía que se utilizara la simulación, cada uno de los firmantes del pacto debía tratar de mezclarse con los invasores para conocer mejor sus designios, para descubrir sus planes, o para fomentar cuidadosamente a sus espaldas la propaganda subversiva. El primer paso que debía darse era el de una labor de agitación secreta dirigida a levantar la fe del país que permanecía con la conciencia postrada. Los nueve debían multiplicarse difundiendo infatigablemente el ideal revolucionario entre todos los dominicanos. Pero nadie, con excepción de los comprometidos en el pacto que serviría de base a la constitución de "La Trinitaria", debía conocer las actividades del grupo que se organizaría como sociedad secreta.

Los nueve socios fundadores actuarían en grupos de tres, y dispondrían de ciertas señales simbólicas para comunicarse entre si: cuando un trinitario llamaba a la puerta de otro, éste podía fácilmente, según el número de golpes, saber si su vida corría o no peligro, o si el plan en ejecución había sido o no descubierto por los invasores. Un alfabeto criptológico sería adoptado con el fin de mantener las actividades de «La Trinitaria» en el misterio para toda persona que no fuese miembro de ella. Cualquier mensaje transmitido a uno de los nueve, a altas horas de la noche, podía ser descifrado con ayuda de una de las cuatro palabras siguientes: confianza, sospecha, afirmación, negación. Nada escapaba a la cautela de Duarte. Sus discípulos le oían con el alma en tensión. A medida que hablaba el apóstol, los ojos de los oyentes fosforecían y su ánimo iba pasando del asombro a la admiración calurosa. Pero los semblantes, graves en el momento de recoger los detalles del plan así esbozado, cambiaron súbitamente de color cuando el maestro propuso a los discípulos la fórmula del juramento que debían prestar para pertenecer a «La Trinitaria» y organizar desde su seno la revolución contra las autoridades haitianas.

Uno tras otro, los ocho se pusieron en pie, frente a Duarte, para prestar el juramento y suscribirlo luego con sangre: «En el nombre de la Santísima, Augustisima e Indivisible Trinidad de Dios Omnipotente: Juro y prometo por mi honor y mi conciencia, en manos de nuestro Presidente Juan Pablo Duarte, cooperar con mi persona, vida y bienes, a la separación definitiva del gobierno haitiano, y a implantar una república libre, soberana e independiente de toda dominación extranjera, que se denominará República Dominicana. Así lo prometo ante Dios y el mundo. Si tal hago, Dios me proteja; y de no, me lo tome en cuenta y mis consocios me castiguen el perjurio y la traición si los vendo.»

Después de suscrito el documento, con sangre sacada por cada uno de los firmantes de sus venas, Duarte continuó sometiendo a la aprobación de sus discípulos los demás pormenores del plan por él concebido. La República que se proponían crear debía tener su escudo y su bandera. La insignia nacional constaría de un lienzo tricolor en cuartos, encarnados y azules, atravesados por una cruz blanca. El simbolismo de esta bandera estaría en oposición con el que quisieron infundir a la suya los libertadores haitianos. El color blanco, condenado por Des-salines como un emblema de discordia, seria para los habitantes de la parte oriental de la isla el símbolo de los ideales de paz bajo cuyo imperio nacería la República libre de todo odio de raza y fundida, como en un molde inviolable, en el principio de la solidaridad humana. «La cruz blanca dirá al mundo — subrayó el apóstol— que la República Dominicana ingresa a la vida de la libertad bajo el amparo de la civilización y el cristianismo.»

Mientras el maestro hablaba, los discípulos permanecían enmudecidos. Ninguno usaba interrumpir a aquel hombre que parecía inspirado por un numen divino. Los aires que se colaban por las claraboyas abiertas en lo alto de las paredes, traían a la sala de la reunión un vago olor a incienso y ecos de la algarabía de las multitudes aglomeradas en la plaza vecina. De pronto se hizo en la calle un silencio profundo, y acto seguido las campanas llenaron los ámbitos con sus voces estruendosas. La procesión acababa de iniciarse y la imagen de Nuestra Señora del Carmen, conducida en hombros de los fieles, pasaba frente a la casa número 51 de la calle del Arquillo. Duarte aprovechó aquel momento solemne para pronunciar con acento cálido las siguientes palabras: «No es la cruz de nuestra bandera el signo del padecimiento, sino el símbolo de la redención.

Bajo su égida queda constituida la sociedad “La Trinitaria”, y cada uno de sus miembros obligado a reconstituiría mientras exista uno, hasta cumplir el voto que acabamos de hacer de redimir la Patria del poder de los haitianos.»

Los ocho, puestos en pie, escucharon estas palabras como si descendieran del cielo.

Duarte se acercó entonces a sus discípulos y después de abrazarlos como un padre, se sentó entre ellos a discurrir sobre las posibilidades de la obra que iban a emprender y sobre los sacrificios que su ejecución exigiría de quienes asumieran la responsabilidad de realizarla. Cuando más embebidos estaban en sus sueños, sonaron algunos golpes en la puerta de la calle. Juan Isidro se levantó a abrir y doña Chepita Pérez, quien traía el rostro encendido y la respiración jadean te, irrumpió en la sala con su libro de rezos y su mantilla en la mano. Todos se pusieron en pie para recibirla y aguardaron a que la anciana se sentara y recogiera en su ancho pañolón de batista las gotas de sudor que descendían de su frente, para Interrogarla sobre la ceremonia religiosa que acababa de efectuarse en los alrededores.

La madre de Juan Isidro Pérez, a pesar de que no había recibido más instrucción que la que se daba entonces a las mujeres de la época, constituida por nociones científicas rudimentarias y por el aprendizaje día tras día de la doctrina cristiana, era una matrona inteligente y locuaz en quien la delicadeza del espíritu apuntaba bajo las arrugas del semblante bondadoso. Amaba tiernamente a su hijo, y aunque desde hacía algún tiempo advertía sus silencios prolongados y el aire melancólico con que clavaba frecuentemente en ella su mirada distraída, no sospechaba aún el sentido de aquellas actitudes extrañas. La presencia aquel día en su casa de Juan Pablo Duarte y sus demás compañeros no sorprendió gran cosa a doña Chepita, quien una vez que hubo dominado la sofocación con que entró de la calle refirió a sus interpelantes todos los detalles de la fiesta recién celebrada. El discurso pronunciado desde el púlpito de la iglesia del Carmen la había conmovido hondamente. Esta pieza oratoria, si bien ceñida al espíritu de sumisión prometido por el nuevo Jefe de la Iglesia a las autoridades haitianas, no había sido tan entusiasta de los beneficios de la indivisibilidad como la que en 1834 predicó desde la catedral el Padre José Ruiz, más célebre por la tormenta que se desató el mismo día en que iba a ser enterrado, que por la elocuencia o por el nervio patriótico de sus sermones. El clero, aunque muy lejos de la serena altivez con que actuó, frente al invasor, mientras fue dirigido por el Padre Valera empezaba ya, por lo visto, a independizarse de la tutela que Alexis Carné había logrado imponerle gracias a su astucia, más eficaz y mejor disimulada que la de sus predecesores.

El rostro de doña Chepita expresaba la satisfacción que la invadía al comprobar que aún no había desaparecido, no obstante los dieciséis años pasados bajo la barbarie haitiana, la fe del pueblo en la religión de sus mayores.

La fe incontaminada de aquella matrona de alma pura, imagen viviente del hogar nativo, aún no viciado por los dominadores, fue para Duarte y sus discípulos un nuevo motivo de esperanza. La patria no estaba perdida, puesto que todavía el pueblo creía en la religión de sus antepasados y puesto que aún sabia que la cruz, emblema de la pasión, era también el símbolo supremo de todas las redenciones humanas.

Fuente: http://www.bibliotecasvirtuales.com

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