Cuando yo era joven tuve la oportunidad de embarcarme imaginariamente en un buque que zarpó hacia mar abierto, donde pasamos más de cinco meses. Antes de la partida me sumergí en el Templo Evangélico del Ensanche Luperón donde mi padre era pastor y escuchaba entonar un corito en las voces de Amos, Abel, Obed, Josué que expresaba la grandeza de Dios. Inspirado en este versículo que acabamos de leer el corito nos recordaba, Oh Jehová, Señor nuestro cuan grandioso es Tu nombre en toda la tierra…”. Antes de la partida imaginaria, participamos de una alocada carrera por abastecer el navío de todo lo que haría falta para las semanas que pasaríamos en alta mar. Decenas de camiones se alineaban a nuestro costado para que transfiriéramos su cargamento a nuestras bodegas. Anclados en Puerto Esperanza, el barco se veía imponente en comparación a los pequeños camiones y las grúas que operaban día y noche en preparación para su partida. Yo era nuevo en los caminos del Altísimo y me impresionaba lo sofisticado del buque, con su instrumental de navegación, sus interminables pasillos y los cientos de tubos, cables y conductos que recorrían su interior.
Finalmente llegó el día de la partida imaginaria. Lentamente la costa comenzó a alejarse y, al cabo de unas horas, estábamos completamente rodeados de agua. De horizonte a horizonte, el mar se extendía, interminable e indomable. No tardé en sentir lo que siente todo marino: que uno es, en realidad, muy pequeño. Nuestro buque, que junto al muelle se había visto tan imponente, no era más que un pequeño objeto en un gigantesco océano. Creo que en ese momento entendí lo que el salmista expresa en los versículos que hoy nos interesan.
Al levantar los ojos a los cielos, David experimentó esa misma sensación de pequeñez frente a la inmensidad de la creación de Dios. Sintiéndose abrumado por su propia insignificancia, no pudo evitar preguntarle al Señor: «Si tu eres tan grande, y lo que has hecho es tan vasto y majestuoso, ¿cómo es que te fijas en nosotros, que somos tan pequeños e insignificantes?»
¿Quién puede, en realidad, entender semejante misterio? El Dios que creó los cielos y la tierra, que ordenó al ejército de las estrellas y que conoce los secretos más intrínsecos del mundo a nuestro alrededor, ha elegido tener comunión con nosotros, ¡que no somos más que una gota en el universo!
En este tiempo, en el cual el hombre experimenta con la clonación y parece que son ilimitados los avances tecnológicos, qué bueno sería que pudiéramos recuperar este sentido de pequeñez. Cuando lo perdemos, dejamos de maravillarnos por el eterno misterio de Dios, que ha escogido acercarse a nosotros ¡para interesarse en nuestras vidas! No solamente se pierde ese sentido de maravilla, sino que también comenzamos a inflarnos con un exagerado sentido de nuestra propia importancia. Creemos que las cosas pasan porque estamos involucrados en ellas. Estimamos como indispensable nuestra contribución para el buen funcionamiento de todo lo que nos rodea. Nuestra propia importancia hace menguar nuestro sentido de necesidad. Y si no lo necesitamos, ¿qué esperanza hay para nosotros? Recuerdo a mi madre, luego de visitar varios países, que me dijo en un tono quedo y pausado: Daniel, si yo hubiese sabido me quedo en Tavera y quizás mi fe se hubiese robustecido mas en el campito que nací. Desde esas lejanías tranquilas –decía mi madre--, la grandeza de Dios se hace más meditable.
Para pensar:
¿Por qué no se toma un momento para meditar en la grandeza de Dios? Permítale al Espíritu que produzca en usted otra vez ese asombro santo que le llevará a exclamar: « ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?» ¡Las cosas tienen otro color cuando las contemplamos en su correcta dimensión!
Por: Daniel Efrain Raimundo
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