Deberíamos afinar nuestra capacidad de repudio. En el año 1999 algunos “discípulos” de Joaquín Balaguer entablaron una discusión conmigo por mis artículos en el “Listín Diario”. Apostaban a un balaguerismo eterno, y a un discipulado digno continuador de lo que entendían como un ideal. Balaguer era entonces uno de los últimos pánicos de la historia dominicana, y en él cada acto, cada sentimiento, los hacía existir como carnada del habla del poder. Su aura era casi divina, y los iracundos “discípulos” se rasgaban las vestiduras en nombre de una “doctrina” que en realidad era una práctica.
La historia hoy nos da la razón, y ese discipulado ya ni se molesta en fingir que defendían algo digno. Balaguer no era más que la hipérbole del deseo de poder. Con excepción de sus malos versos, lo sacrificaba todo por el poder. Él era el recaudador más laborioso de su propio mito, y su éxito se circunscribía a vendernos la idea de que el poder era para él como su segunda naturaleza. Jamás propició un relevo, el mismo rostro de nieve y soledad. No creía en doctrinas, ni en partidos.
Eso que llaman Partido Reformista Social Cristiano, ni es partido, ni reforma nada, y mucho menos es socialcristiano. Balaguer lo activaba cada cuatro años como una maquinaria electoral, y lo clausuraba después de cada elección. Podía durar nueve años sin visitar el local, y jamás convocaba a una reunión de consulta a su comisión política. El único partido en el que Balaguer verdaderamente creía era en el Presupuesto. Amurallado en el Presupuesto manejó a ese discipulado maltrecho que ha visto siempre en la política un negocio vulgar.
En rigor, el Partido Reformista nunca ha existido, y ese agrupamiento es una Asociación de depredadores del erario, al que seguimos llamando partido porque en las cuentas del rosario de vicisitudes nacionales está el hecho de que el balaguerismo nos ha legado su casta. Y porque las ciencias sociales de nuestro país, y la prensa, se desenvuelven con una jerga cuyas reglas de funcionamiento no tienen que ser demostrada, y describen los fenómenos de la sociedad desde un consenso tácito que no ahonda en las condiciones formales de la prescripción. Si ese discipulado sobrevive todavía aferrado a unas siglas, es porque es parte de una transferencia de especie. Y porque la degradación de la práctica política dominicana todo lo consciente.
¿Cuál es el paradigma que ha desplegado Amable Aristy Castro? ¿Qué lágrima de desconsuelo enjugarse, frente a un “líder” como Carlos Morales Troncoso (más manteca da un ladrillo), a quien nadie le conoce una idea parida de su mente, un gesto de bondad, una lírica mirada de compasión ante la pobreza? ¿Qué grosor de la costra de cinismo hay de “Putico” al “Chato”? ¿De qué tipo de mármol está hecha la cara de Leonardo Matos Berrido? ¿Si la desfachatez tiene saco y corbata, se llama Héctor Rodriguez Pimentel? ¿Cómo no hablar de “pérdida del rubor” ante un personaje como Ángel Lockward? ¿Hay algo más parecido a una “compra y venta” que Ramón Rogelio Genao? ¿”Lo mío aparte” y Lila Alburquerque, no es un pleonasmo? ¿Fundidos en una batidora, Quique Antún y el “Marqués de las comillas”, qué dan?
No hay que ser antibalaguerista para saber que su discipulado es una vergüenza, pegada al Presupuesto como una lapa ignominiosa, sin grandeza, sin decoro. Porque, si bien es cierto que eso fue lo que les enseñó Balaguer, no menos cierto es que el nivel de abyección que han alcanzado da asco y repugna.
Los dominicanos deberíamos afinar nuestra capacidad de repudio, marcar con fuego la memoria de espanto que nos desvela, y arrojar de la vida nacional las prácticas que han encanallecido de arriba abajo a este país. ¡Son tantas las cuentas del ingrato rosario de amarguras! ¡Tanta la burla y la impunidad! ¡Tanto el desparpajo de quienes siempre se han salido con la suya!
Por: ANDRÉS L. MATEO.
Fuente: www.hoy.com.do