Los pueblos acostumbrados a sufrir los devastadores efectos de los huracanes tropicales conocen muy bien los resultados directos e indirectos producidos por los fuertes vientos, las intensas lluvias y las extraordinarias crecidas de ríos y arroyos que generan destructoras inundaciones, los que son una consecuencia de inevitables fenómenos naturales que en nuestro trópico de Cáncer son propios de la segunda mitad de cada año.
Nadie que haya vivido el pánico colectivo que produce el paso de un huracán quiere verse en medio de otro huracán, pero la realidad dominicana y de las islas antillanas, así como de una parte importante de las costas del Suroeste, del Sureste y del Este de Norteamérica es que hay que estar preparado para que en cualquier momento, entre mayo y diciembre de cada año, se presente una vaguada, una depresión tropical, una tormenta tropical o un huracán que produzca un desastre y trastorne la vida diaria.
Por eso es entendible que cuando se acerca un fenómeno meteorológico la gente tenga prisa en despedirlo, prisa en que se vaya y prisa en volver a la normalidad, pero esa prisa debe estar dentro de los límites de las reales condiciones de esas fuerzas de la naturaleza, dentro de los límites geográficos de la ubicación y la proyección del fenómeno, dentro de los límites de la realidad climática de la época, dentro de los límites de la prudencia y dentro de los límites de una información válida que días después debe seguir siendo válida.
No se le hace un buen servicio al país cuando un fenómeno meteorológico todavía estando en territorio insular dominicano o estando en territorio marítimo dominicano se le dice al país que el fenómeno ya se fue, que no paso nada, que el huracán se volvió buche y pluma, que la tormenta fue un aguaje, que se alejó sin producir daños, que ya todo ha vuelto a la normalidad, porque ese fue el gravísimo error cometido por los dominicanos durante el paso del demoledor huracán San Zenón, en 1930.
Recordemos que San Zenón llegó con fuertes y ruidosos vientos que arrancaban árboles y levantaban los techos de zinc y de canas, obligando a la gente a refugiarse dentro de sus hogares, y cuando volvió la calma la gente salió a la calle con una prisa inusual, sin saber que esa calma era fruto del paso del ojo del huracán y que minutos después vendrían los peores efectos de los fuertes vientos que llegaban a los 200 kilómetros por hora y los muertos fueron muchos. La prisa en asumir que todo había pasado mató a mucha gente.
Con el paso de la reciente tormenta Emily los dominicanos, incluyendo una parte importante de la prensa, tuvimos mucha prisa en despedir a Emily, y se publicó en muchos medios de comunicación que la tormenta se había marchado sin dejar ningún tipo de daños, cuando en realidad la tormenta estaba casi estacionaria frente a las costas de Pedernales produciendo fuertes vientos, muchas lluvias e inundaciones en muchas comunidades.
Igual nos ha vuelto a ocurrir con el paso del huracán Irene, que mientras el ojo del huracán se encontraba en el océano Atlántico, frente a la costa Norte, con vientos de 180 kilómetros por hora, en ruta hacia Puerto Plata y Luperón, con vientos de tormenta que se extendían hasta 500 kilómetros de su centro, y con un amplio campo nuboso que venía muy atrás del ojo del huracán, en Santo Domingo se publicaba que el huracán había sido buche y pluma nada más, que se había alejado sin producir daños y que todo estaba bien.
Esa es una clara demostración de que los dominicanos tenemos prisa en despedir los huracanes y que si el huracán no entra a Santo Domingo y no destruye a Santo Domingo, entonces no hubo huracán, porque a veces creemos que Santo Domingo es todo el país y que lo que pase en el resto del país no nos importa.
La experiencia con el paso del huracán Irene debe ser asimilada por todos los dominicanos, pues mientras el huracán se encontraba a 500 kilómetros al noreste de Santo Domingo, camino a las islas Bahamas, los vientos de tormenta se sentían en Santo Domingo y todo el litoral Sur de la isla, y la gente se preguntaba por qué estamos sintiendo tantos vientos y tantas lluvias si ya el huracán se fue, y la respuesta es que el huracán fue despedido cuando todavía estaba en las costas dominicanas y sus efectos secundarios estaban por llegar.
Luego de marcharse Irene hemos tenido fuertes vientos, muchas lluvias, crecidas del río Nigua en San Cristóbal, aislamiento de la comunidad de Cambita, inundación del barrio Moscú, desbordamiento del río Haina en Manoguayabo, crecida del río Ocoa en San José de Ocoa, inundaciones en los arroyos de Villa Altagracia obstaculizando el tránsito en la autopista Duarte, derrumbes en la carretera turística Santiago-Gurabo-Puerto Plata, inundaciones en las costas de Nagua, Puerto Plata y Luperón, miles y miles de evacuados, personas ahogadas, personas desaparecidas, pero para algunos no pasó nada, nada de nada.
Joaquín Balaguer decía que los dominicanos tenemos mucha prisa en despedir a nuestros muertos, al parecer porque nuestros muertos nos molestan, y ahora añadimos que los dominicanos tenemos mucha prisa en despedir a nuestros huracanes, al parecer porque esos fenómenos nos mortifican y nos molestan, pero los despedimos cuando todavía sus vientos, sus lluvias y sus inundaciones están golpeando a muchos dominicanos humildes que viven en zonas costeras, en zonas rurales y en las márgenes de ríos, arroyos y cañadas.
El huracán se fue cuando se fue, no cuando uno dice que se fue, porque el peor error que podemos cometer, aunque con la mejor intención de devolver la calma a la población, es decirle a la gente que el huracán se fue, sin realmente haberse ido lo suficientemente lejos para no golpearnos, y entonces sus efectos secundarios toman desprevenidos a los dominicanos que creyeron que el huracán realmente se había ido.
Aprendamos estas recientes lecciones que nos han dado la tormenta Emily y el huracán Irene, para que la próxima vez no digamos que el huracán se fue cuando todavía estemos pendientes de sufrir muchos de sus efectos directos e indirectos. No le pongamos reglas a la naturaleza ni a los fenómenos de la naturaleza.
Por: R. Osiris de León.