La inversión de valores en la sociedad dominicana está llegando a niveles realmente alarmantes, y lo demuestran algunos acontecimientos que se presentaron como consecuencia de la muerte del reconocido capo Rolando Florián Féliz.
Al conocer la noticia la noche del sábado, grupos de jóvenes de su barriada en Barahona salieron a quemar neumáticos y a obstruir calles de esa comunidad sureña. De igual forma, los cientos de personas abarrotando la funeraria donde serían velados sus restos y las multitudes que se dieron cita a su sepelio, demuestran cómo la sociedad dominicana está en un proceso acelerado de involución.
Nadie debe sentirse bien ante la muerte de otro ser humano -por más daño que éste haya causado- y en el caso particular de Florián, como reo de la justicia que era, el Estado estaba supuesto a garantizar su integridad física, y por lo tanto su muerte amerita una exhaustiva investigación que establezca claras responsabilidades.
Sí, hay que ofrecerles las debidas condolencias a sus familiares, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos y a todos los que lo quisieron ¡Pero óigame! No fue un héroe nacional ni un líder político o comunitario que murió. Florián tenía con un prontuario delictivo como pocos en este país. Ese hombre, al que muchos llaman “el primer capo dominicano”, se dedicaba, incluso después de ser arrestado, a liderar una extensa red del crimen organizado, que entre otras actividades ilícitas, se dedicaba al tráfico de drogas.
Además era violento e iracundo, amenazó e intimidó a militares, policías, jueces, fiscales, abogados, periodistas y a todo aquel que desafiaba su inmenso poder delictivo. Un hombre que por demás -y eso también hay que investigarlo- gozó de cualquier cantidad de privilegios en los años que estuvo tras las rejas.
A Florián que lo lloren sus deudos y que la sociedad reclame el esclarecimiento del hecho. Pero debe llamarnos a reflexión que un pueblo se lance a las calles a llorar a un hombre, que si bien no debió morir en esas circunstancias, tampoco debe ser despedido como si hubiera sido un redentor. Si el muerto hubiera sido un maestro de escuela, pensionado tras 50 años de servicio honesto, integro y digno, nadie, quizá sólo un puñado de familiares, hubieran asistido a su funeral. Y es que al parecer, la pobreza es el único delito que esta sociedad no perdona.
Oscar Medina - 5/20/2009
Fuente: Listin Diario Digital
Al conocer la noticia la noche del sábado, grupos de jóvenes de su barriada en Barahona salieron a quemar neumáticos y a obstruir calles de esa comunidad sureña. De igual forma, los cientos de personas abarrotando la funeraria donde serían velados sus restos y las multitudes que se dieron cita a su sepelio, demuestran cómo la sociedad dominicana está en un proceso acelerado de involución.
Nadie debe sentirse bien ante la muerte de otro ser humano -por más daño que éste haya causado- y en el caso particular de Florián, como reo de la justicia que era, el Estado estaba supuesto a garantizar su integridad física, y por lo tanto su muerte amerita una exhaustiva investigación que establezca claras responsabilidades.
Sí, hay que ofrecerles las debidas condolencias a sus familiares, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos y a todos los que lo quisieron ¡Pero óigame! No fue un héroe nacional ni un líder político o comunitario que murió. Florián tenía con un prontuario delictivo como pocos en este país. Ese hombre, al que muchos llaman “el primer capo dominicano”, se dedicaba, incluso después de ser arrestado, a liderar una extensa red del crimen organizado, que entre otras actividades ilícitas, se dedicaba al tráfico de drogas.
Además era violento e iracundo, amenazó e intimidó a militares, policías, jueces, fiscales, abogados, periodistas y a todo aquel que desafiaba su inmenso poder delictivo. Un hombre que por demás -y eso también hay que investigarlo- gozó de cualquier cantidad de privilegios en los años que estuvo tras las rejas.
A Florián que lo lloren sus deudos y que la sociedad reclame el esclarecimiento del hecho. Pero debe llamarnos a reflexión que un pueblo se lance a las calles a llorar a un hombre, que si bien no debió morir en esas circunstancias, tampoco debe ser despedido como si hubiera sido un redentor. Si el muerto hubiera sido un maestro de escuela, pensionado tras 50 años de servicio honesto, integro y digno, nadie, quizá sólo un puñado de familiares, hubieran asistido a su funeral. Y es que al parecer, la pobreza es el único delito que esta sociedad no perdona.
Oscar Medina - 5/20/2009
Fuente: Listin Diario Digital